Cualquier madridista que se dedique a esto, como hobby, vocación o pasatiempo, ha escrito alguna vez un artículo sobre Raúl. No es novedad. Sobre su carrera, sus números, sus sinsabores y/o sus hazañas. Servidor no es diferente a la hora de fijarse en los antecedentes y el reto es un arma de doble filo, ya que el riesgo de caer en un texto más de los miles que hay es mayúsculo. Por ello he decidido obviar lo de contar su carrera, que conocemos todos, y darle un toque personal, más aún, de lo que significó y sigue significando el „7‟ para aquellos que aún somos jóvenes, pero que vivimos íntegra la trayectoria deportiva de lo que se convierte ya este mes en leyenda.
La fábula del „7‟ blanco comienza en un bar de barrio, en tiempos de Pay Per View, en esos comienzos de lo que es a día de hoy el negocio del fútbol televisado. En La Romareda, unos miles de afortunados que a día de hoy se sentirán un poco como Tom Hanks en Forrest Gump, ese hombre capaz de estar, por azar o por coincidencia, en varios de los grandes momentos históricos. La audiencia, de un lado de la pantalla y del otro, vio los primeros trotes de un delgado chico de 17 años, recién convocado por Valdano un 29 de octubre de 1994. Destacó lo que encerraba, su ingenio y movilidad, aunque los más exigentes se marcharon a casa con las dos claras que falló. No volvería a errar de esa manera, ya que su don para estar en el sitio correcto ya estaba dentro de mi penúltimo texto sobre él. Esa búsqueda de la marca personal ya estaba desarrollada para Raúl. La habilidad para distribuir talentos fue su evolución. El 7, quizás 8, en todo. Nunca un 10, tampoco un 5. Raúl no iba a ser nunca ese ganador del Balón de Oro por su capacidad para la fantasía, su regate o sus chilenas. Llegó a plata y conviene olvidarlo ya para centrarnos en una historia sin dramas ni injusticias. Mucho antes, en un derbi madrileño, solamente siete días después de su debut, llegaría su primer Raúl tanto. Asistencia y forzar un penalty fue lo que elevó a sobresaliente su segunda aparición en escena. La mirada arriba, hacia padre, era de confirmación sin esos términos que un chico de nueve años tiene ya en su cabeza, de aceptación y sonrisa al ver como ese chico iba a tirar para adelante con esa camiseta blanca, a la que se le habían borrado las rayas rojas, aunque no esa gran aparición de Jesús Gil presentándole en televisión. Butragueño ya no sonreiría más en el banquillo. Los atléticos, durante una larga época, tampoco.
En tiempos de “Lo que el ojo no ve” y jugadores ilustres que recibían la llamada del primer equipo mientras iban a entrenar en metro, Raúl fue haciéndose un hueco en el Real Madrid cada vez más importante. En abril del 97 ya llevaba cien partidos mientras Capello sentaba las bases del equipo que iba a volver a ganar la Copa de Europa treinta y dos años después. Con Mijatovic y Suker, el tridente junto al «7» haría casi tres cuartas partes de los goles totales del equipo.
Un equipo que cayó en puestos de Intertoto, torneo con acceso a la UEFA que el Real declinó disputar, marcaba el final de una época y habría otra en la que Raúl iba a ser pieza clave, proyecto tras proyecto, posición cambiada tras posición cambiada. Porque Raúl fue retrasando y cambiando su rol según llegaban las estrellas al equipo, siendo ese hombre adaptable y cumpliendo con creces donde se le necesitara.
Su don para estar en el sitio correcto ya estaba dentro de él. Esa búsqueda de la marca personal ya estaba desarrollada para Raúl.
Heynckes y Del Bosque capitanearían esa vuelta del Madrid a los más alto. Discreta fue la final de Amsterdam para Raúl con un Mijatovic que se llevó todas las fotos. Cuando no te tiras esperando décadas a que tu equipo vuelva a reinar en Europa, mirar a tus mayores ayuda a saber lo que estás viviendo. Esa Champions tenía un héroe, una cifra de tiempo esperándola y una celebración. Ni las finales sin ganarla de la Juventus, ni el partido de Zidane, ni el juego, ni si era fuera de juego o no. Quizás por ello Raúl, con una carrera interminable hacia Cañizares y con su marca de pillería registrada junto a Roberto Carlos, eligió ser protagonista en la octava y la novena. Y en la Intercontinental con ese “aguanís” inolvidable.
La trayectoria de Raúl en la Selección fue un conjunto de sinsabores. Mientras iba batiendo records con los blancos, con España no era menos. Cristiano y Villa fueron los verdugos estadísticos de una figura que mereció mejor suerte en Mundiales y Eurocopa, siendo figura a destacar en lo negativo por ese penalti fallado ante Francia o el final con Aragonés, al igual que su mala gestión de la buena estrella lesionándose antes de esos cuartos de final del que era su mundial y fue el de Al-Ghandour. Fue esa prueba de que no todos los jugadores llegan a su cénit entre los 26 y los 29. Raúl, que a los 19 ya había crecido sobremanera, siempre dejó la sensación de que su declive comenzó antes de tiempo. Con la lesión durante el clásico de 2005, su carrera cambió y nunca volvió a ser el mismo. Sin bajar la nota. Sin olvidar esa magnífica característica que le define. Pero a menos pulsaciones por minuto. A cámara lenta. Un “déjalo con la cabeza alta” que se extendía en casa a la vez que habíamos ido creciendo.
El madridismo tiende a olvidar fácil porque la exigencia no frena como sí tienen derecho a parar las personas, los jugadores. 2008 iba a ser el Raúl fue retrasando y cambiando su rol según llegaban las estrellas al equipo, siendo ese hombre adaptable y cumpliendo con creces donde se le necesitara. Portadas de diarios guardadas en plástico y camisetas azules vendidas por España como rosquillas. Jamás vendió una zona minera alemana tanto en nuestro país.
El último gran año de Raúl como blanco, entre defensa a ultranza para que le hicieran un hueco en la Selección, errante después. Veintitres goles anotaría con el Madrid, llevándose una Liga más y sólo teniendo que esperar a 2009 para superar a Di Stéfano. El último coletazo. Tras hablar con Mourinho, cerraría dieciséis años como blanco en 2010. Sin estar en el campo, porque el destino parece ser escurridizo a que los mitos blancos se despidan en el césped. Parece que sólo Zidane supo agitar esa varita recientemente, como lo hacía en el terreno de juego. Portadas de diarios guardadas en plástico y camisetas azules vendidas por España como rosquillas. Jamás vendió una zona minera alemana tanto en nuestro país.
Para el espectador medio madridista, la etapa en el Schalke no pasó desapercibida.
Las hazañas de Raúl por Alemania seguían llegando semanalmente. En saber bajar el nivel de lo que le rodea para seguir destacando también fue un 7, quizás un 8. Aumento de cifras por Europa y un homenaje espectacular por esas tierras junto a los suyos, más parecida a un equipo de fútbol 7 que a un núcleo familiar. Al-Saad y Cosmos serían meras anécdotas, vivencias. La leyenda ya había cerrado el círculo. Por ahora.
Hasta que la pelota haga el recorrido marcado entre los pies y la cabeza, la libreta y la dirección de un sitio del que nunca se fue.